Después de haber hecho públicos tantos y tantos ejemplos de vida infame, tantos vicios y corrupciones de cuerpo y alma, ya poco me importa sacar a la luz alguno más de mis execrabres y repugnantes crímenes. Ya sólo se me ocurre pedirle al Altísimo que se apiade de mi alma ante tanta perdición, aunque sé que no soy merecedor de tal gracia.
Hecho tal preámbulo, y siempre previniendo a los lectores que sólo ellos son responsables de los serios transtornos de conducta a los que podría acarrerearles leer las depravadas líneas que siguen, penetraré -¡¡Oh!! ¡¡Qué impura palabra!!- en los escabrosos y sucios detalles de lo que me aflige y no puedo dejar de confesar. Sí, yo, declaro aquí y ahora que me gusta el Ménage à trois ; que me gusta dormir con ellos , y no una vez, sino de forma reiterada ; que lo he hecho y lo hago en una cama diseñada para una sola persona, por lo que la comunión no es que sea íntima, sino intimísima, ya que no queda un solo espacio vacío ; que el acoplamiento dura muchas horas, de forma similar a las cópulas de las serpientes, que se alargan durante horas, días y semanas ; y que cada una de las partes se adapta perfectamente a su opuesta, tal como la función de aquellas permitía suponer . Naturalmente que me estaba refiriendo a mis adorados zapatos femeninos, y no a lo que algún malpensado, guiado por Lucifer, pudiese estar imaginando. ¿Les extraña que duerma con los tacones puestos? ¿Les parece algo sucio y aberrante? Puesto a defender mi vil proceder, y aunque sé que no merezco atenuante alguno, pediré a mis lectoras que comparen su vida y la mía con el mundo de las rapaces diurnas y nocturnas. Las primeras vuelan de día, y duermen por la noche. Las segundas hacen exactamente lo mismo, pero a la inversa. Ahora regresen al mundo de los varones y las mujeres, y comparen. Ellas pueden disfrutar durante el día del dulcísimo y sensual tormento de sentir sus diminutos deditos comprimidos; de la sonoridad melodiosa del rítmico taconeo. Y al volver al hogar, después de tantas horas de deleite y por aquello de que todo cansa, es comprensible que una fémina desee descalzarse al llegar el ocaso. Además, si tiene la inmensa fortuna de poseer un fiel sumiso, puede indicarle a éste que le aplique un masaje en sus extremidades, y que incluso proceda con sus dedos de igual manera a como lo haría una becaria de un presidente estadounidense. Porque, -¡amigas mías!- el arte de la succión no es algo privativo de las mujeres y de los hombres que gustan de otros varones. No, un hombre heterosexual puede también, y multiplicado por diez, cometer tal impura y deleznable práctica. Eso sí, uno por uno, pues los diez a la vez, movido por la gula más abominable, podría llevar al sumiso a un serio problema de atragantamiento. Pero por la misma razón que la mujer con tacones cambia su gusto por ellos del día a la noche, en el aborrecible travesti sucede justamente lo contrario. Porque es durante el día que dicho sujeto se ve obligado a disfrazarse de "hombre", y, al caer la tarde, con obvia y reprobable nocturnidad y premeditación, procede a la innoble tarea de emprender su propia autodesvirilización . Pero sigamos exponiendo ridículos posibles atenuantes que difícilmente moverán a compasión al dignísino tribunal de honor que juzga mis repulsivos instintos. Sí, ya sé que se supone que las sábanas de una cama deben estar siempre totalmente impolutas, como las destinadas a una noche de boda, y que lo de meter los zapatos en el lecho provocaría náuseas a cualquier persona dotada de un mínimo de buen gusto. Pero, me defiendo torpemente: La suciedad que se le supone a las suelas de los zapatos no es comparable entre los zapatos de una chica y los de un travesti, por muy similar que sea el modelo y la talla. El tribunal, que no entiende de discriminaciones por razón de sexo, se extraña de tan pueril argumentación. Pero yo añado: Es que los zapatos de una chica suelen salir con su dueña a la calle. En cambio, los zapatos del travesti no suelen atravesar la puerta de su casa, por lo que generalmente sólo pisan las limpias baldosas o moquetas del hogar. ¿O es que me van a decir que es lo mismo llevarse a la boca un chupa-chups recién liberado de su envoltorio, que hacerlo después de que se haya caído al suelo? En fin, sé que mis argumentos no podrán librarme del justísimo reproche social que merece mi nefando proceder. Pero hecha la preceptiva confesión para liberación de mi atormentada vida, me siento ahora como alguien que hubiese vuelto a nacer. ¡¡La terapia ha funcionado!! ¡¡Esta noche, ya libre de culpas pasadas, podré volver a abrigar mis pies con esas zapatillas de cuña oculta de 10 cm que me compré el otro día en Carolina-Boix, y con las que tan a gusto dormí anoche!!