Annie I
Annie se hallaba en la cama, totalmente
desnuda, atada a los extremos, con sus miembros en cruz; sus jóvenes pechos,
altivo y turgentes, apuntaban al techo, subiendo y bajando al ritmo de su
agitada respiración. La basta cuerda que rodeada sus tobillos rozaban su piel,
a medida que ella trataba de rebatirse, cortando y lesionando poco a poco su frágil
capa cutánea. Sus muñecas tenían más suerte, ya que, aunque fuertemente
atadas, el nylon de la media que las envolvía tenía un tacto más suave.
A sus 18 años recién cumplidos, sólo hacía uno que sus padres habían
muerto en un terrible accidente, y tuvo que ir a vivir con sus tíos Mary y John,
unos parientes a los que casi no conocía, en una ciudad distinta, sin conocer a
nadie más, sin saber a qué se iba a enfrentar. Era una bella adolescente, de
magnífico cabello rubio, cuya melena llegaba hasta media espalda, ojos verdes,
grandes, muy bien proporcionada; había tenido, un amigo, un amigo especial, René,
que le había abierto las puertas del amor. Ahora, todo ello quedaba lejos, pero
sabía que, si no recibía sus cartas, él haría algo.
Mary, su tía, entró en la habitación; apareció en el marco de la
puerta imponente, con su melena morena, de un negro azabache que deslumbraba,
recogida en una cola. Con un cuerpo voluptuoso, de anchas caderas y poderosos
senos, a sus 43 años se consideraba una madura mujer atractiva. La miró desde
el umbral, sonriendo; vestía tan sólo unas braguitas de algodón blancas, nada
más, y parecía amenazarla con sus pechos que se clavaban en su mirada.
La mujer se acercó a la cama, despacio, tranquila, haciendo que el
terror de la muchacha se acrecentara; Annie sabía que no tenía escapatoria,
que estaba en manos de aquella cruel tía, a su merced, y que su cuerpo estaría
expuesto a las crueles caricias que debería sufrir en silencio. Su tía se
acercó a la cabecera y depositó un beso en la boca de su sobrina, un dulce
beso ligero, y comenzó a recorrer el joven cuerpo con las yemas de sus dedos.
Rodeó sus pezones, bajó por su vientre, jugueteó con su ombligo y terminó su
paseo en su pubis, recién afeitado por su captora.
El cuerpo de la sobrina no pudo evitar sufrir un estremecimiento de
placer, en contra al asco y la repulsión que sentía por aquel acto; a su tía,
que conocía esa reacción, le gustaba llevarla a ese estado, para poder
saborear mejor su victoria. Cogió un vibrador de la mesita cercana y se lo llevó
a los labios, lamiéndolo y ensalivándolo mientras miraba fijamente a los ojos
de su sobrina. Casi a cámara lenta, lo llevó hacia el pubis de la chica, lo
apoyo en los labios vaginales, y lo fue introduciendo poco a poco, con pequeños
empujones, sacándolo brevemente y volviéndolo a meter, hasta que estuvo
firmemente alojado, y conectó el aparatito, haciendo que el placer invadiera el
cuerpo de la muchacha.
Pero entonces la expresión de la cara de Mary cambió, la dulzura dejó
paso a la perversión, clavó sus ojos en la cara de su sobrina, y se subió a
la cama. Dejó la cabeza de Annie entre sus piernas, sus pies casi pisaban las
orejas de la cautiva, y flexionando sus rodillas, dejó caer pesadamente su peso
sobre la juvenil cara, aplastándola, de golpe; como cada vez que tenía que
soportar su peso, y era algo por lo que a todas horas debía pasar, pues uno de
los hábitos de su tía era sentarse en su cara, su cabeza se bloqueó, en parte
por la presión y el choque de las nalgas, en parte por la humillación que
suponía. La oscuridad la sumió, y cuando pudo recobrar el control de su mente,
se vio sumida en la oscuridad, tratando de encontrar un resquicio por el que
respirar. Su boca, aprisionada por el gran coño de su tía, no la podía mover,
ni siquiera entreabrirla para hallar una bocanada que llenara sus pulmones, y su
nariz, enterrada entre las poderosas nalgas que la aplastaban. No podía
moverse, no podía gritar, no podía respirar, no podía resistirse.......
Pronto sintió una punzada de dolor, una punzada doble; si tía había
agarrado sus pechos, una mano en cada uno, y comenzó a apretarlos, a
estrujarlos, fuerte, cada vez más. Parecía querer hacerlos desaparecer,
apretarlos tanto que se quedaran como una delgada hoja de papel; el dolor invadió
todo su ser, se le subió a la cabeza, y debido a ese primer arrebato doloroso,
a punto estuvo de perder el sentido.... Unas ligeras lágrimas brotaron de sus
entrecerrados ojos, sin tener demasiado sitio para salir.
Tuvo que hacerlo; su cuerpo se estremeció, se convulsionó, y su vientre
se levanto en su deseo de liberarse, pero un puñetazo en la base del estómago
la inmovilizó de nuevo; cayó rendida, y la cabeza, dándole vueltas, se negó
a soportar más. Annie se sumió en resignación, quería perder el sentido y no
soportar aquel tormento, pero no lo consiguió.
Mary tomó un trozo de cuerda y comenzó a rodear el seno izquierdo de su
prisionera con él; hizo un lazo y apretó, haciendo que la base del pecho se
estrujara, dando al pecho una forma de cúpula abombada. Siguió girando la
cuerda, dando consistencia a la presa, apretando mas; la circulación de la
sangre se cortó, el pecho comenzó a tomar un color violáceo, la piel
estirada, el pezón duro, apuntando al techo. Cuando su tía confirmó la fuerza
que hacía la cuerda sobre el miembro, repitió la operación con el otro, hasta
que tuvo ambos capturados, y así pudo admirar, entre sus carnosos muslos, las
dos esferas moradas que había fabricado. Annie, mientras tanto, sentía la piel
de sus pechos tan estirada que pensaba que se iba a desagarrar, que sus senos se
desparramarían por su estómago; seguía con su cara aplastada, casi sin
respirar, y no tenía modo de llevar el suficiente oxígeno a su torturado
pecho.
Pero su tía no se iba a contentar con aquella presa; de la mesita cogió
un caja de chinchetas que ya tenía preparada. Abrió la caja y sacó una pequeña
punta, de color rojo, se incorporó un poco y se la mostró a su sobrina; ésta,
horrorizada, trató de implorar clemencia, pero no le dic tiempo ni a mover un
poco la cabeza, pues el culo de su tía ya estaba otra vez firmemente asentado
en su cara. Cogió la chincheta con dos de sus dedos y la apoyó cerca del pezón
derecho que tenía tan a mano; acarició la zona un poco y comenzó a presionar,
levemente al principio, pero la punta entraba inexorablemente. LA piel se abrió,
y comenzó a manar un fino hilillo de sangre, al tiempo que el coño de la mujer
destilaba jugos de placer, que anegaban la boca de la chica.
Annie, por fin, se desmayó a causa del dolor, pero su tía siguió con
la cruel decoración de sus tetitas, y fue clavando una tras otra, un total de
cinco chinchetas en cada pecho, alrededor del pezón, simulando una flor. Cuando
hubo completado las flores, se levantó de la cara de la chica, para dejar caer
pesadamente su peso en las tetas, clavando aún más las chinchetas en la tierna
piel, y se dedicó a mover el consolador dentro del coño de Annie. Mary se dic
la vuelta y quedó sentada en su estómago, mirando a los ojos a su sobrina con
dos chinchetas mas en la mano; dos sonoras bofetadas despertaron a la chica, y
le mostró las dos púas, acercándolas a sus ojos.
Annie, aterrada, pensando que las clavaría en sus pupilas, cerró los
ojos, pero otras dos bofetadas la apremiaron a abrirlos. Pudo contemplar como su
tía colocaba las chinchetas una en cada pezón, justo en la cúspide, y cada
yema del pulgar de su mano estaba preparado para apretar. La miró a sus ojos,
se rió, y apretó, entrando las puntas en los pezones y haciéndolos sangrar
abundantemente; la chica ya no podía aguantar mas, prefería que le matasen de
una vez, pero nada más alejado de la idea de su captora. Con un frasco de
alcohol, roció los machacados pechos, haciendo que el sufrimiento de la chica
rebasase límites imaginables.
Su tía, levantándose sobre la cama, se quitó las bragas, y volvió a
caer en la cara de su sobrina, dejando su coño en la boca de la muchacha y
apremiándola a lamer, hasta sacarle el orgasmo. Frotó el sexo con violencia, a
la vez que apretaba las tetas de la chica, hasta que le sobrevino el orgasmo y
se corrió profundamente en la boca de Annie
Annie II
(En la cocina)
Annie estaba en la cocina; como cada vez que estaba en la casa
sin estar atada a la cama, llevaba unos gruesos grilletes en los tobillos y
anclada a una gran argolla en el suelo. Estaba sola en casa, así que una
mordaza en la boca, firmemente atada a su nuca, y con un candado por el cual no
se la podía quitar, aunque tuviera las manos libres, le impedía proferir grito
alguno. Totalmente desnuda, unos finos hilos, muy resistentes, atrapaban sus
pezones, estrangulándolos, y recorrían todo su torso, pasando por su
entrepierna y clavándose en su sexo, para volver por el interior de sus nalgas
y terminar, bien estirados, alrededor de sus orejas, de manera que tenía que
tener la cabeza echada hacia atrás para que sus pezones no fueran arrancados.
Como medida de seguridad, sus amos habían puesto unas marcas por las
que sabían si la sumisa había modificado la presión del hilo; de ser así, el
castigo sería tremendo, y Annie lo sabía, así que nunca se le ocurrió
alterarlo.
Estaba limpiando la cocina
aquel día, cuando llegó su tía Mary de trabajar; la encontró arrodillada en
el suelo, rascando con un cepillito de púas metálicas una zona al lado del
horno que se había ennegrecido con el calor que éste desprendía. Con las
rodillas ya doloridas, gotas de sudor caían por entre sus senos, mojando
ligeramente las baldosas, Annie no pudo ni girarse para saludar a su tía, ya
que un giro de cabeza produciría un tirón de sus pezones. La señora se acercó
a ella, y le dio un golpecito en la parte de atrás de la cabeza, con la
suficiente fuerza como para que sus tetas sufrieran un tirón.
“Buena chica, ¿cómo llevas tus tareas?”, le preguntó a su
sobrina.
“Bien, señora, dejando su cocina limpia”, le respondió Annie.
Mary se acercó más a ella
y le indicó que se colocara cerca de la estantería donde se guardaban las
galletas. Cruelmente, la tía, con todo su peso, se subió en los muslos de la
muchacha, clavando sus tacones en la joven carne, para así poder alcanzar el
frasco con los dulces. Annie se estremeció de dolor, pero no se movió ni un
solo centímetro.
“Apoya las manos en el suelo, zorrita”.
Ya sabía lo que tenía que
hacer; sus manos se colocaron tras su espalda, firmes en el suelo, y se inclinó
un poquito hacia atrás. Entonces, el inmenso culo de su tía fue cayendo, hasta
quedarse sentado sobre la cara, dejando muerto todo su peso. Los brazos de Annie
temblaban por la tensión, y a duras penas podían soportar aquel peso, pero
aguantó estoicamente, so pena de un castigo ejemplar. La tía se comió dos
galletas tranquilamente, ajena a los sufrimientos de su sobrina, disfrutando de
los dulces, mientras Annie aguantaba.
Se levantó de nuevo
pisando los muslos y guardó el frasco.
“Me voy a desvestir; prepara la comida, y ya seguirás por la tarde con
el suelo”, dijo severamente.
Salió de la cocina y Annie
se levantó del suelo; empezó a preparar las viandas, con las piernas aún
temblándole por el esfuerzo, y ya casi había terminado cuando su tía apareció
de nuevo en el marco de la puerta.
“¿Cómo lo llevas, niña?”.
Annie se giró y balbuceó
que ya había terminado; su tía la estrechó entre sus brazos y le mordió el
cuello. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la joven, poniendo su piel de
gallina.
“Ya no puedes vivir sin mí, ¿eh nena?”
Le liberó sus tetas de la
prisión a que estaban sometidas, y las acarició; lo hizo suavemente, tierna,
como ella sabía, cuando quería, claro, y Annie se rindió a los encantos de
esa mujer. Pero las caricias pronto se tornaron sufrimientos, pues las manos se
cerraron vigorosamente entorno a los senos, estrujándolos y apretándolos; una
de sus manos bajó hasta el sexo de Annie, lo agarró con fuerza y también
estiró.
“¡Eres mía, eres mía!”, le gritaba al oído.
La joven fue cayendo al
suelo, con las piernas laxas, pero la presa de su tía no permitía que las
rodillas tocaran el suelo, y la mantenía suspendida.
“Ahora sírveme la comida, zorrita”, le dijo soltándola y cayendo
al suelo.
Annie se levantó,
sollozando, con su sexo y tetas doloridas, pero se encaminó al salón donde
Mary ya estaba sentada a la mesa. Sirvió el contenido de la cazuela en el
plato, y luego, a una orden de su tía, la depositó en el suelo. Mary se levantó,
se bajó el pantalón (no lucía braguitas) y colocó la cazuela entre sus
piernas; bajó hasta casi tocarla con su culo, y empezó a cagar en ella. Cuando
terminó, un chorrito de orina aderezó el plato que estaba destinado a la
joven, que lo miraba con repugnancia. Antes de volver a subirse los pantalones y
sentarse, la sobrina debió lamer el ojete de su tía y limpiarlo de restos.
Luego, la señora se sentó a comer, y la joven se puso a cuatro patas, al lado
de la silla de su Ama, y sólo con la boca, fue comiendo, poco a poco, pero sin
dejar nada, el plato especial que su tía había preparado.
Tras finalizar la comida,
Annie si dirigió a la cocina para fregar los platos, pero su tía la acompañó;
mientras estaba en tan ingrata labor, recibía de manos de su tía, con una
espumadera, azotes en sus nalgas, mientras la obligaba a cantar.
Cuando estuvo todo
recogido, Mary se tumbó en el sofá, y Annie se puso entre sus piernas, besando
su sexo, hasta que la señora se quedó dormida.
Annie III
Tanto
había sufrido, tanto había pasado….., y sin embargo había aceptado sufrir
en silencio, sin resistencia ni malos modos, pero con un rencor latente que le
obligaba a seguir adelante, sólo por la esperanza de vengarse algún día
Aquella tarde
Mary tuvo visita; tres amigas habían
ido a tomar café a casa. Eran tres mujeres muy diferentes: Cindy era de mediana
estatura, morena de pelo corto, muy delgada y debía rondar los cuarenta años;
Marta, la hija de Cindy, era una preciosa niña de pelo muy negro y largo, con
un cuerpo bien moldeado, de piel muy blanca, y expresión de inocencia. Annie
dudó que superara la mayoría de edad. La tercera mujer, mucho mayor al resto,
podría tener entre sesenta y setenta años; se llamaba Hilda y era bajita,
regordeta y de senos caídos pero inmensos; podría haber sido la abuela de
Marta.
Mary las recibió
en la puerta de su casa, ataviada con un vestido largo rojo, con una cadena
alrededor de su muñeca que iba directamente al collar que llevaba al cuello
Annie. Su sobrina, en cambio, llevaba una faldita negra muy corta, sin
braguitas, con los pechos descubiertos, y guantes de hilo en sus manos.
Annie fue
recogiendo sus abrigos uno por uno, y depositándolos delicadamente en perchas
destinadas a tal fin y guardándolos en el armario del recibidor, mientras las
mujeres se dirigían al salón, comentando la servidumbre de la sumisa. Apareció
Annie en el salón con una bandeja con cuatro tazas de porcelana y café; a su tía
le gustaba ostentar, le gustaba mostrar sus más valiosas posesiones, entre las
que se encontraba su sobrina sumisa, porque la consideraba una de sus
posesiones.
Tras servir a
las mujeres, Annie se retiró a un lado del sofá donde estaban sentadas, se
puso de rodillas, agachó la cabeza y esperó cualquier orden o capricho de su tía.
Mary, ante todo, quería mostrar lo bien educada que estaba su sierva, y
mientras charlaba animadamente, hizo que Annie se tumbara en el suelo, a sus
pies, y las cuatro mujeres pudieron apoyar cómodamente sus pies sobre el cuerpo
yacente.
Todas iban ataviadas con zapatos de poderosos tacones
altos de aguja, que comenzaron a torturar el cuerpo servil; los pies de Cindy
descansaron sobre la cabeza de la joven, metiendo uno de los tacones en la boca,
y como tenía las piernas cruzadas, ambas hacían presión sobre el mismo tacón,
que comenzó a introducirse más y más en la garganta de Annie. Los zapatos de
Marta estaban sobre las tetitas, jugueteando cada tacón con los pezones
desnudos, acariciándolos y presionándolos suavemente; los de Hilda, a la que
llamaban Madame, paraban justo sobre el regazo de la sumisa, y como estaba
incorporada hacia delante, la presión era mayor. Un tacón estaba firmemente
enterrado en el ombligo y el otro en el pubis rasurado. Los de su tía, en
cambio, permanecían indolentes sobre sus muslos.
La tía Mary no paraba de alardear de la sumisión de su
sobrina y de su entrega hacia todos los caprichos que tenía; hablaba tratando
de encontrar la envidia de sus contertulias, hasta que Madame se levantó, sobre
el estómago de Annie.
“¿De verdad?, podríamos
comprobarlo….”.
Los tacones se
clavaron más en la carne de la chica, pues debía sostener todo el peso de la
mujer; Annie puso el estómago tenso, duro, como su tía le había enseñado,
para entregar a la Madame una superficie rígida sobre la que mantenerse. Fue
una acción que encendió los ánimos de todas ellas.
Madame se volvió
a sentar, y liberaron a la sumisa, ordenándole que trajera más café; cuando
volvió y sirvió, lo primero que hizo su tía fue colocarle una capucha de látex
negro muy ajustada, que la aislaba
totalmente, con una única abertura para su boca. Se levantaron todas unos centímetros
y tuvo que tenderse sobre el mueble, totalmente a ciegas, y al instante notó la
presión de los cuatro cuerpos sobre el propio. Todas se habían sentado sobre
ella; Marta estaba sobre su cara. Su madre, Cindy, levantó la faldita de su
hija y apartó la braguita hacia un lado.
“¡Lame y dale
placer a la niña!”, ordenó suavemente.
Annie sacó la
lengua por la abertura practicada en la capucha y comenzó a acariciar el sexo
de la chavala; la verdad es que un coño como aquel, joven y suave, era un
agradable objeto a trabajar, pues de su mente no podía apartar el momento en
que le hubieran obligado a hacer lo mismo con la señora más mayor. Muy pronto
los flujos manaron salvajes de aquella gruta del placer, inundando la boca y los
labios de esa deliciosa feminidad.
Cindy, en
cambio, había comenzado a juguetear con sus pezones; los pellizcaba, los retorcía,
clavaba sus uñas justo en la punta del pezón, y en general, amasaba las dos
piezas de carne suave y redonda que eran las tetas de Annie. Madame, que estaba
sentada justo sobre su vientre, tenía entre sus piernas el triángulo de placer
de la muchacha, suave y aterciopelado. Con las piernas de carradas de la
muchacha, el triángulo se mostraba tentador, y Madame cogió una vela pequeñita,
apenas de cinco centímetros de largo, la encendió, y la enterró entre las
piernas de la sumisa, contemplando cómo se iba consumiendo, y cómo la cera
derretida se amontonaba alrededor de su sexo. En cambio su tía, sentada sobre
las rodillas de su sobrina, lo que
provoca un intenso dolor a la muchacha, ya que el peso de su tía hacía que los
cartílagos de sus rodillas sonaran como si fueran a romperse, flexionándose
del lado opuesto a lo que era normal, encendió un cigarrillo y lo posó
entre los dedos del pie de Annie, mientras seguía intercambiando impresiones
con Madame.
La que más
excitaba estaba de todas, seguramente incitada por las caricias linguales de
Annie, era Marta; todas vieron llegada la hora de que Marta hiciera gala de sus
conocimientos recién adquiridas, ya que estaba en proceso de formación como
Ama, a cargo de su madre y de Madame; las mujeres se levantaron, liberando a la
esclava, y acto seguido Marta la agarró por el pelo y la arrastró por el suelo
hasta el centro de la estancia. La joven dómina se sentó en una silla y se
quitó la blusa que llevaba, dejando sus pechos al aire, mientras hacía señas
con el dedo a Annie para que se acercara, de rodillas.
“¿Te gustaría
lamer mis tetitas, zorra?, ¡Pues venga, hazlo!”, le dijo imperiosa.
Annie, sumisa,
acercó sus labios a la aureola tierna e hipnotizadora que tenía delante, pero
antes de llegar a su destino, la mano derecha de Marta, rauda y potente, se
estrelló contra la mejilla izquierda de Annie, lanzándola de lado al suelo.
“¿Qué pasa, cerda,
no eres capaz?”
.Annie se
incorporó y volvió a intentarlo, pero de nuevo volvió a sufrir la fuerza de
la mano de Marta; por tres veces recibió las bofetadas, hasta que Marta,
agarrando por el pelo a Annie y obligando a que ésta mantuviese su cara
levantada, comenzó a abofetearla, dos, tres, hasta diez bofetadas seguidas, que
hicieron que las lágrimas brotaran de los ojos de la sumisa, pero no
consiguieron que un solo quejido o lamento saliese de su boca.
Satisfecha, la
joven ama tiró a Annie al suelo, y cogió de encima de la mesa un látigo de
cuero negro, de varias cintas lisas y delgaditas; dio una vuelta entorno al
cuerpo de la sumisa y descargó el primer golpe sobre la espalda desnuda.
Las delgadas cintas mordieron la piel, dejando unas marcas rojizas; tras una
breve pausa, volvió a descargar el látigo, justo en el mismo sitio, y uno tras
otro, los latigazos convirtieron la piel de la espalda de Annie en un mosaico de
líneas rojas sangrantes.
Le ordenó
levantarse, y agacharse, dejando su culo en pompa, y repitió la operación en
las nalgas, azotándolas sin descanso, hasta dejarlo como un tomate, y entonces
cambió de látigo; cogió uno d cintas más pequeñas, más duras, y con unas
bolitas en los extremos. Obligó a Annie a agacharse más hasta que el sexo
sumiso estaba expuesto a su vista; el primer golpe la cogió tan desprevenida,
que cayó al suelo de bruces. Trató de levantarse, pero el zapato de Cindy en
su espalda se lo impidió; solo le permitieron alzar su trasero de nuevo,
ofreciendo de nuevo su sexo, y volvió a ser golpeado sin piedad, con saña,
hasta que la sangre manó de sus doloridos y torturados labios vaginales.
En ese momento
la voz de Madame sonó potente, deteniéndolas; era hora de irse, así que madre
e hija dejaron en el suelo a Annie. Marta, antes de retirarse del todo, propinó
un puntapié a la sumisa tendida en el suelo. Tras vestirse, se fueron todas,
incluso su tía.
Annie IV
Annie,
Annie…..; la pobre muchacha estaba en una situación en la que no podía ni
rebelarse ni resignarse, porque, ¿quién sería capaz de soportar todas las
vejaciones a las que estaba expuesta en manos de su tía Mary?.
Aquélla noche su tía
iba a acudir a una gran fiesta, donde podría lucir sus más preciadas joyas,
sus vestidos más caros, y por supuesto, su encanto tanto personal como físico,
pues aún era una mujer hermosa. Así que encargó a su sobrina-sumisa que la
preparara; Annie, totalmente desnuda, estaba a los pies de su tía-dueña,
mientras ésta elegía el vestido a ponerse.
Cuando lo tuvo todo
sobre la silla, dispuesto, cogió, sin decir una palabra, a su víctima por los
pelos y la arrastró hasta el cuarto de baño; había tiempo de sobra, e iba a
gastarlo en gozar un poco. Annie abrió el grifo de la bañera y trató de
afinar bien con la temperatura del agua, pues su tía era muy puntillosa en
ello, y cualquier variación en los grados podría costarle un duro castigo.
“¡Bájame las
bragas, putita!”, le dijo su tía.
Annie se arrastró hasta los pies de su dueña, su mejillas
reptaron por los muslos dominantes, como sabía que a su tía le gustaba, y
mordió la telilla de la entrepierna de las bragas, con mucho cuidado de no
atrapar el cuidado vello del pubis, tirando suavemente hacia abajo, haciendo que
la delicada prenda se deslizara por las dos columnas marmóreas que la dominaban
tan profundamente.
Una vez liberada de
aquélla prenda, Mary se sentó en la taza del retrete; defecar delante de su
sobrina le excitaba sobremanera, así que la obligó a colocarse entre sus
piernas. Annie recordaba aquélla vez en la que su tía se había enfadado muchísimo
con ella, ya que al bajarle la braguita, había tirado de una par de pelitos de
su coño y le había propinado una buena dosis de dolor en su tesoro. Como
castigo, le hizo meterse en la bañera, y poniéndose la captora sobre su cara,
le defecó en ella, produciendo en la sumisa una sensación de asco y vómito,
que nunca más volvió a cometer esa falta. De todos modos, esperaba, tarde o
temprano, que su dueña volviese a repetir la operación.
Mientras su tía
procedía con la evacuación (era muy hábil,
podía hacerlo sin orinar), Annie debía permanecer con su cara pegada al coño,
lamiendo su exterior, respirando el particular aroma de la acción de su ama y
acariciando las redondeces que sobresalían de la taza. Una vez concluida la
operación, su tía se levantaba, se apoyaba sobre el lavabo y se abría las
nalgas con sus propias manos; Annie, se volvía a arrastrar de rodillas hasta
aquellos globos inmensos, hundía su cara entre ellos, y su lengua hacía de
papel higiénico, pues en aquélla casa nunca habría tal elemento, mientras
conservara a la pequeña Annie.
Se metieron en la
amplia bañera, y la dómina se hizo frotar la espalda durante un buen rato,
luego los pies, todo el cuerpo, hasta que al final, cuando frotaba su
entrepierna, Mary no podía contenerse, y agarrando a su sobrina por el cuello
la atraía violentamente contra su coño para que se lo lamiese. Como se había
reservado la orina cuando defecó, era ése el momento elegido, y se descargaba
en la boca de su sumisa, justo en el momento en que el placer le traspasaba el
cuerpo.
Más calmada, Annie
aclaró todo el cuerpo, la secó, y se dirigieron a la habitación; la dueña se
acomodó sobre la cama, y su sobrina, con un botecito de pintura de uñas en la
mano y el pincelito en la boca, decoraba concentradamente las uñas de los pies
de su tía, sin dejar una sola imperfección (mas le valía). Terminó de pintar
y masajeó todo su cuerpo con cremas y ungüentos, la vistió y peinó, y tras
maquillarla convenientemente, se dispuso a acompañar a su dueña a la puerta.
“No, pequeña
zorrita, ven conmigo”, le dijo su tía.
Fueron al salón y Annie fue obligada a tumbarse en el sofá,
pero la parte de superior de su cuerpo quedaba dentro del sofá, y de la cintura
hacia abajo fuera; sus piernas pasaron por debajo del reposabrazos y fue sujeta
al mismo, una correa que salía del mismo sofá, atrapó su cuello, inmovilizándola,
y sus brazos fueron atadas al restante reposabrazos. Sus piernas, abiertas hasta
el extremo, también fueron fijadas a las patas del mueble.
Cuando Mary concluyó
su operación, y comprobó que su sobrina estaría totalmente inmóvil,
introdujo un consolador en el culo de su sobrina; sonó el teléfono. Cogió el
inalámbrico y se acomodó sobre la cara de su sobrina. El gran culo ocultaba
por completo la cara de la joven, aplastándola hacia el cojín, y de ella sólo
se veía a partir de la clavícula. Su tía estuvo hablando animadamente durante
diez minutos, luego se levantó y recogió su bolso.
“Pórtate bien,
putita, y te traeré una sorpresa”.
¡No!, una sorpresa solo podía significar alguna maquiavélica
maniobra de su tía, y claro, ella sería la víctima. Trató de no pensar en
ello, pero cuando se fue su tía y se quedó sola y a oscuras, no pudo reprimir
las lágrimas, y lloró por su suerte. El cepo del cuello le estaba provocando
una rozadura y el consolador al que ya estaba habituada, le taladraba de una
forma cruel e incesante.
Ni sabía cuántas
horas habían pasado, cuando la puerta se abrió, y apareció su tía,
visiblemente ebria, colgada del brazo de un hombre que aparentaba bastante más
edad que ella. Entraron en el salón y por unos instantes se quedaron mirando a
Annie, estallando en carcajadas a continuación.
Mary llevó a su
acompañante hasta el sofá, y lo hizo sentarse justo sobre la cara de su
sobrina; aquel hombre debía pesar cerca de los cien kilos, no muy alto, pero
con una prominente barriga. Si el cuerpo de su tía ya le ocultaba la cara y le
provocaba una sensación fuerte de asfixia, el de este hombre doblaba todo lo
sufrido hasta ahora. Su culo fofo, de blandas carnes, sus testículos grandes, y
su polla morcillona, apreciable a través de los pantalones, y los muslos
regordetes contribuían a todo ello. En cambio su dueña se había sentado sobre
su estómago, y retorcía su pezón derecho mientras sobaba la polla de su
amante y le besaba en la boca.
Pasaron algunos
minutos besándose, mientras la pobre chica soportaba el peso de ambos cuerpos,
y su tía comenzó a desabrochar el pantalón del hombre, sacándole la polla y
meneándosela, mientras él mismo se bajaba la prenda hasta los tobillos.
“Tu lámele el culo,
zorrita”, dijo Mary a su sobrina.
Mientras su tía
engullía golosamente la polla morcillona de su amante, Annie trató de sacar su
lengua y lamer aquel agujero, pero la acción se le hizo difícil, ya que su
boca estaba sellada por una de las nalgas del hombre; aun así, la sacó, y fue
acercándola hacia el ano, y mientras esto hacía, su tía se había levantado,
quitado la braguitas, levantado su falda y estaba de pie, sobre la polla de su
amante, a punto de empalarse aquel trozo de carne palpitante. En el momento en
el que la puntita de la lengua de la sumisa rozaba el ano de su captor, su tía
se sentaba sobre su amante, metiéndose la verga en el coño, y el peso de ambos
cuerpos sobre la cara de la sumisa hizo que la lengua de ésta se metiese hasta
el fondo en el ano del hombre.
Estuvieron follando bastante rato; el aguante del hombre parecía
no tener fin, pero la succión del coño de Mary y las cosquillas que le hacía
la lengua de Annie en el ano terminaron por derrumbarlo, y se corrió
profusamente dentro de Mary. Ésta se levantó de su amante e hizo que su amante
hiciese lo mismo; miraron por un momento la cara de Annie, que se parecía a un
sello, se mofaron de ella, pero enseguida Mary tomó asiento.
“Vas a limpiarme
toda, y hazlo bien, guarrilla”, le dijo a su sobrina, que ya estaba siendo
de nuevo usada de asiento.
Mientras su coño era lavado a conciencia, agarró el pene
de su amante y volvió a regalarle con una fenomenal mamada, poniéndosela de
nuevo dura y tiesa; lo que trataba era ponerla en disposición de penetrar de
nuevo, pero esta vez lo haría en el coñito de su sobrina.
El hombre se puso entre las piernas abiertas de la sumisa;
“¿Y esto?”, dijo el
hombre señalando el consolador del culo.
“¡Déjalo ahí, que
esté doblemente penetrada!”.
Estuvo follándola mucho, mucho tiempo, más que con Mary,
duramente, con embestidas poderosas, agarrándola por las caderas con violencia
y clavando sus dedos en las blandas carnes, mientras Mary se encendía indolente
un cigarrillo. La tía miraba divertida cómo el coño de su sobrina era violado
una y otra vez, sin pausa y sin compasión, y usaba la boca de Annie como
cenicero para tirar la ceniza de su cigarrillo.
“No te corras en su
interior, quiero ver la cara de esta putita llena de semen”, le dijo al
bruto.
Mary terminaba su cigarrillo al tiempo que el hombre estaba
dispuesto a eyacular; ella apagó su cigarrillo en el pecho izquierdo de la
sumisa, quemando su carne y dejando un círculo negro cerca del pezón, y tiró
al colilla dentro de la boca de su sobrina; el hombre se salió del coño y se
fue hacia la cara de Annie, que estaba enmarcada entre los muslos de su tía. Se
corrió el hombre, bañando el pubis de la tía y la cara de la sobrina, y los
dedos juguetones de la dueña llevaron todo el espeso líquido a los labios de
su sumisa, para que lo engullera, y luego se hizo lamer el pubis para dejarlo
limpio de nuevo.
Tras
despedirse de su ocasional amante, la dueña se acercó a su sobrina, le acarició
el pelo y la cara, depositó un tierno beso en su frente, y se fue a dormir,
dejando a la chica alli atada.
Annie V
La tía Mary volvió a casa
enfadada; había flirteado con un joven que quería llevarse a la cama, pero él
le dio calabazas. Así que nada más entrar buscó una excusa para descargar su
ira, y la encontró en su sobrina Annie; la muchacha había estado todo el día
limpiando la casa, desnuda como siempre, pero sin haber acabado su labor, aún
no se había aseado, y así, cuando su tía se acercó a ella, comprobó que
rastros de sudor bañaban su cuerpo. De un golpe la tiró al suelo, le propinó
dos patadas en el culo y una en el estómago, y agarrándola por el cabello, la
arrastró hasta el sofá, donde la tumbó y se sentó encima. Cogió el teléfono
y llamó a su amiga Sophie, que vivía en el mismo bloque de viviendas, y le
invitó a la sesión de castigo de su esclava.
Mientras
Sophie llegaba, Annie desnudó a su Dueña y la vistió de acuerdo a su carácter
dominante, con unas altas botas de cuero negro, un tanga negro con un dildo
incorporado, unos guantes que le llegaban hasta el codo, y le recogió el pelo.
Volvieron al salón y Mary se sentó en el sofá, mientras su sobrina se
arrodillaba entre sus piernas.
La tía cerró las piernas, atrapando a la sumisa alrededor de su pecho;
mientras esperaba a su amiga, fue propinando bofetadas a diestro y siniestro en
el rostro de la joven sumisa, y cogiéndola por la nuca, empujó la cabeza
contra su entrepierna, obligándole a tragar la polla de goma, que se incrustó
en su garganta. A punto de ahogarse, el timbre de la puerta sonó, lo que le
salvó de aumentar las iras de su tía, y ésta liberó a su sobrina para que
fuese a abrir la puerta.
Sophie entró, le dio un cachete en el culo a Annie y se fue a
besar a Mary en la boca, dándole así las gracias por la invitación; la sumisa
quitó el vestido a la recién llegada, mostrando un hermoso cuerpo ataviado con
un conjunto azul de sujetador, braguitas y liguero, que la realzaba más. Los
brazos de Annie fueron atados a su espalda y liados con papel de cocina
alrededor de su cuerpo, de manera que esas extremidades no fueran a molestar.
Una barra metálica con grilletes unió sus tobillos, y con un mosquetón, fue
izada del techo, quedando colgada boca abajo, quedando sus piernas totalmente
abiertas, y el sumiso coño a la altura de los pechos de las mujeres. Lo primero
que hicieron las dóminas fue rellenar el coño de Annie con unas bragas sucias
que Mary sacó de su habitación; la alojaron toda dentro, pero como aún había
sitio, Sophie se quitó las suyas y también las introdujeron dentro. No
contentas con ello, cerraron los labios de Annie con un montón de pinzas.
Tan crueles fueron esas “caricias”, que Annie, en contra
de lo habitual, comenzó a emitir gemidos de dolor, lo que provocó más
excitación en la mujeres.
Dejaron las cañas en el suelo,
pero no a la sumisa; Mary se arrodilló ante ella, y metió su dildo en lo más
profundo de la garganta de la joven, mientras Sophie hacía lo propio en el
culito rosado de Annie; además, fueron mordiendo sus blandas carnes con pasión
y furia, en la vulva, las nalgas y los muslos, mientras Annie se ahogaba.
Cuando ya no pudieron más,
bajaron a la joven del techo, y Mary se sentó en su cara, y Sophie se montó en
ella y la cabalgó, hasta que ambas se corrieron. Annie acabó destrozada, pero
su tía, en un inusual momento de ternura, le permitió descansar toda la tarde.
Annie VI
La llegada de Mara alivió un poco el servicio a su tía para Annie;
Mara era una chica rubia, de unos 28 años, delgadita, no muy guapa pero
resultona; su estructura física general era pequeña, con unos pechos
reducidos, aunque bien formados, unas caderas estrechas y un trasero normal;
Mary debió dejarle muy claro las cosas desde el principio
La fiesta de presentación se desarrolló en casa, y se reunieron
los cuatro, ya que la tía había invitado a su vecina Sophie; las dueñas se
sentaron en el sofá, tranquilamente, mientras las sumisas se iban desnudando.
Cuando por fin estuvieron dispuestas, les hicieron arrodillarse frente a ellas,
Annie a los pies de Sophie y Mara a los de Mary.
Lamieron sus zapatos,
mientras ellas se ponían cómodas y comenzaban a acariciarse, arrodilladas, con
las manos a la espalda, usando solamente sus lenguas. Luego las descalzaron y
siguieron con sus pies, lamiendo sus plantas, sus empeines, sus tobillos, y sus
deditos, uno por uno, fueron alojados en las
sumisas bocas.
Sophie estaba
habituada al trabajo que Annie le hacía, y disfrutaba con sus lamidas; Mara no
era tan experta como su compañera, pero Mary estaba encantada, excitada por
tener a sus pies a otra chica. Lamieron sus pies durante media hora, tras lo
cual, les hicieron levantar la cara, pero aun arrodilladas delante de ellas; las
dos mujeres llevaban faldas cortas, bastante cortas, bajo las cuales sus coños
se presentaban desnudos ante sus ojos. Se agacharon hacia ellas, con las manos aún
en la espalda, y ellas les agarraron por la nuca y aplastaron sus caras contra
sus conejitos.
Mara debía estar haciéndolo muy bien, ya que la tía estaba
excitadísima, así que Annie se esmeró más en agradar a su Ama; su cara
estaba aprisionada por los poderosos muslos de Sophie, que aplastaban sus
mofletes en un abrazo voraz, su nariz estaba totalmente entregada al pubis de su
captora, pero su lengua, suelta y vivaracha, entraba y salía del sexo de Sophie
a gran velocidad, acariciándolo en espirales vertiginosas, succionando con
rapidez, para lograr captar todo el placer de su Dueña.
Fue una victoria para Annie, ya que cuando Sophie se corrió, su tía
quiso cambiar la posición, colocando su cabeza entre sus muslos, a la vez que
Mara se contentaba con lamer los restos de flujo que Sophie tenía entre las
piernas. Consiguió el orgasmo de su tía más rápido de lo esperado, y las dos
Diosas se derrumbaron en el sofá.
La siguiente prueba era bastante dura, ya que a las dos
mujeres les encantaba sentarse en la cara de sus perras, con lo cual debían éstas
soportar todo su peso, a la vez que aguantar bastante tiempo la respiración.
Para comenzar, las tendieron en el suelo, boca arriba, una al lado de la otra,
con las manos atadas ya a la espalda, para no molestar sus actos; ambas Diosas
se pusieron sobre sus caras, Mary sobre Annie y Sophie sobre Mara, y fueron
bajando hasta que sus cuerpos quedaron amoldados perfectamente a las caras. Las
narices quedaron alojadas entre los labios vaginales, mientras las bocas fueron
atrapadas por los poderosos glúteos de las Amas; ellas sabían que yo podía
aguantar en esa posición más de dos minutos, pero Mara era otra cosa.
Sophie se colocó sobre su cara, hábilmente, atrapando todas sus vías
respiratorias, pero al medio minuto se levantó unos centímetros para que
pudiese coger algo de aire. Acto seguido se volvió a sentar y esta vez estuvo
casi un minuto; para entonces, Annie llevaba más de un minuto y medio sin
respirar, pero su tía sabía que era capaz de aguantar más tiempo. Sin embargo
se levantó, y volvieron a repetir la operación tres veces más.
Luego cambiaron las caras, es decir, Sophie se colocó sobre la de
Annie, y Mary sobre Mara; volvieron a repetir el mismo procedimiento, y consiguió
Mary estar un minuto sobre Mara sin que ésta respirase. Sophie, en cambio, le
tuvo dos minutos y medio, y casi le provoca una parada cardiorrespiratoria,
llevando su excitación al límite.
Satisfechas, las dejaron en paz, les sirvieron la cena y
solamente las lamieron tras ella, hasta que cada uno se marchó a su habitación,
Sophie con Annie y Mary con Mara
Annie
VII,VIII
Durante algunos días la tía Mary había
frecuentado a un hombre solo, cosa nada habitual en ella, ya que por la casa habían
pasado mucho, a pesar de que Annie no había hecho acto de presencia en los
juegos amorosos de su tía en esas ocasiones. El hecho es que aquel hombre, de
unos cincuenta años, barrigón, calvorota, con bigote frondoso y papada de
besugo, se presentó un día en casa solo, sin Mary, traspasó la puerta como si
fuera su casa, se sentó en el sofá y llamó a gritos a la sumisa sobrina de su
amante.
Annie, un tanto confusa, se vistió con una bata y unas zapatillas,
ya que su tía le prohibía llevar prenda alguna cuando estaba en el hogar, y se
presentó en el salón donde el barrigudo hombre había tomado asiento en el
butacón que su tía solía usar para ver la tele. Annie se alarmó un tanto,
pero el hombretón le sacó de su ensimismamiento con una voz ronca, ordenando
servirle un vaso de licor al instante. La joven sumisa tenía un problema: ¿debía
llamar a su tía inmediatamente (cosa que su dueña le había aconsejado en caso
de un grave problema), o debía obedecer a aquel hombre, habitual ya en la
casa?. Si llamaba a su tía y ésta le ordenaba servir a su amante, el castigo
sería duro, pero si el hombre era un aprovechado, no sabía en manos de quién
podía caer.
En ese momento el hombre la tranquilizó, diciendo que su tía ya
sabía que él estaría en la casa, y le había hablado de ella, así que no tenía
nada que temer. Apostilló que su tía le había dicho que era sumisa, y que tenía
que estar en todo momento desnuda. Aquellas palabras dieron a entender que su tía
estaba al corriente, y en ese mismo momento Annie dejó caer la bata al suelo,
mostrando al viejo su bello y joven cuerpo, ante el cual, él se removió en la
butaca, se acarició la entrepierna, y le ordeno febrilmente que le trajera el
licor.
Annie se dirigió al mueble-bar, sirvió la copa requerida y se
acercó al hombre cautelosa; tras dejar la copa en la mesilla adjunta a la
butaca, el hombre agarró por la nuca a la joven con una gran y poderosa mano y
la atrajo hacia sí, obligándola a besarlo. Annie trató de resistirse, pero la
mano era muy fuerte, y no logró separarse un solo centímetro; la lengua del
hombre penetró en su boca, lamiendo sus labios, absorbiendo su lengua,
mordiendo las comisuras. Annie comprobó el sabor acre de tabaco, pero algo peor
aún se cernía sobre la joven: el bigote, profuso y duro, estaba haciendo
cosquillas en su nariz, y de un momento a otro iba a hacerle estornudar.
Cuando dicho cosquilleo hizo su labor, la fuerza del estornudo
provocó una acción no deseada por Annie, y es que mordió sin querer los
labios del hombre. Este, hecho una furia, se separó de la infeliz sumisa, agarrándola
por el cuello, la mantuvo así durante unos segundos mientras se palpaba el
labio inferior y, fijando su dura mirada en los ojos de Annie, comenzó a
abofetearla, regándola con una retahíla de insultos cada cual más procaz. La
joven era como una muñeca en sus manos; a cada bofetada, su cara se ladeaba a
uno y otro lado, encajaba los golpes con estoicismo, con los brazos caídos al
lado de su cuerpo, apretando bien los dientes de rabia, pero también para no
morderse la lengua.
Satisfecho el hombretón, la obligó a arrodillarse entre sus
piernas, se desabrochó el pantalón y sacó una verga parecida a la de un niño
en cuanto a su longitud y grosor. Annie se fijo en ella, y a pesar de su estado
de sumisión, a punto estuvo de soltar una breve risilla, cosa que hubiera traído
consecuencias funestas para su persona. La misma mano la agarró de nuevo por la
nuca y le obligó a zambullirse en la entrepierna del viejo; su cara quedó
embutida entre los flácidos muslos y la verguita se alojó en su boca.
La sumisa estuvo más de media hora para poner aquélla cosita en
condiciones algo dignas, mientras su propietario degustaba la copa con deleite,
ajeno al parecer a las caricias bucales de la chica, pero al cabo de un rato, la
colita se estremeció, se endureció y creció unos centímetros. Annie,
entonces, fue puesta de bruces en el sofá, y el hombre, apuntando su verga
hacia el culo sumiso, la metió de un golpe hasta el fondo. Mete y saca que se
prolongó solo unos minutos, ya que Annie pudo notar un calor viscoso que le
llenaba las entrañas. El hombretón se separó y corrió al baño a asearse; la
joven quedó allí tendida, boca abajo, con su culo rezumando el placer de su
captor, pero se repuso, se arregló el pelo, y justo cuando salía el hombre, ya
vestido del baño, Mary apareció en casa.
Con un guiño de complicidad de su tía, Annie tuvo que
asumir que todo aquello estaba planeado, pero cuando ésta habló con su amante,
y éste le remitió las reticencias de la sumisa, la tía Mary se fue a la
cocina, trajo a su sobrina al salón y delante del hombre puso a Annie a cuatro
patas, con el culo en pompa, y le propinó una azotaina con la zapatilla que le
dejó la piel roja como un tomate.
Aquel hombre vivía desahogadamente de rentas, con lo que no
trabajaba, y podía así disfrutar de la sumisa mientras Mary estaba trabajando.
Mientras Annie se ocupaba de la casa, limpiando, recogiendo, cocinando, Paco se
acercaba por detrás, sigilosamente, la atrapaba y la follaba de la forma más
perversa, brutal y depravada que uno se puede imaginar. Una de las últimas
veces atrapó sus manos en la espalda, las anudó con unas cuerdas y la tumbó
en el suelo de la cocina, colocándose él detrás y metiendo su verga en el
culo de la muchacha, mientras la obligaba a meter la cabeza en el cubo de la
fregona y beber el agua sucia de la reciente fregada.
Annie no podía siquiera tragar un poco de aquella sucia agua,
pero trataba de contentar a su captor con tosidos y lamentos, lo que seguramente
excitaba más al hombre. Finalmente, la verga salió del culo de la sumisa, y el
hombre, obligándola a coger un trago de agua sucia y mantenerla en su boca
abierta, se corría en la boca, eso si, tragando Annie todo el contenido de su
boca.
La primera noche que Annie
estuvo en la cama con su tía y su amante, fue obligada a lamer los sexos
durante horas, mientras ellos se besaban; luego su tía se sentó en su cara, y
Annie fue obligada a alojar su lengua en el culo, mientras Paco la perforaba
incansablemente. Annie se hallaba tumbada en la cama boca arriba, su tía sobre
ella, con su culo en su boca, y Paco, sentado sobre los pechos de la sumisa,
golpeaba sus testículos contra la barbilla de la muchacha, lo que le excitó
mucho, ya que descargó abundantemente dentro del coño de Mary. Esta se
incorporó, plantando su coño en la boca de su sobrina, y le ordenó limpiarlo
hasta dejarlo reluciente, sin una gota de semen.
Mientras esto hacían tía y sobrina, el hombre, ante la visión
que le ofrecían estos dos voluptuosos cuerpos, volvió a sufrir una erección;
se la estuvo un momento meneando, y colocándose tras la chica,
le metió la verga en el coño, desfondándolo. Mary atrapó las tetitas
de su sobrina, las amasó, las pellizcó, las estiró, ofreciéndole a su amante
un espectáculo que lo ponía hecho un animal.
Pero Mary tenía una idea para hacer eyacular a su amante.
Cogió a su sobrina. La llevó a los pies de la cama y la inclinó sobre la
pieza metálica con barrotes que tenía la cama; la ató allí, ofreciendo su
culo al techo, cogió una palmeta de madera y fue azotando el hermoso y suave
culito de Annie mientras Paco se masturbaba en la cara de la sumisa.
Finalmente, con la piel roja, Annie recibió la descarga en su
cara, regando sus ojos, su nariz, sus labios, incluso su pelo, mientras su tía
pegaba y pegaba más fuerte. Aun habiendo descargado toda la leche, Mary siguió
pegando fuerte, hasta que se corrió con esta acción.
Annie durmió
en aquella postura, con los pies de los amantes en la cara, y con su culo al
aire, ardiendo.
Annie
IX y X
La pobre Annie había visto incrementado su trabajo sexual por dos,
ya que no sólo tenía que satisfacer a su tía Mary, sino que ahora también
debía atender al amante de ésta. La sumisa sentía una adoración por su tía,
ganada a lo largo de las jornadas que había tenido que servirla, y si bien al
principio vio su situación como algo denigrante, había aprendido a sacar el
jugo a su situación, a sabiendas de que no tenía demasiadas alternativas. Por
ello, y aunque en lo más recóndito de su alma sentía vergüenza y horror por
las cosas que le obligaba a hacer su tía, ella se hallaba feliz y contenta, sin
tener que preocuparse por un trabajo fuera de casa, sin preocuparse por el
dinero; sólo un único motivo en la vida: hacer feliz a su Ama. Y con ello había
aprendido a vivir y disfrutar.
La llegada de una
nueva persona a la paz familiar había trastocado esa felicidad, y para Annie,
casi era como si volviese a empezar de nuevo, volver a acostumbrarse, y no se le
iba a hacer nada fácil.
Tras el primer
encuentro que tuvo con Paco, Annie le sirvió una sola vez más; fue una tarde,
minutos antes de que su tía saliese de casa, con lo que el sátiro pudo
quedarse con la joven a solas. Mientras Mary se despedía de él, Paco no
quitaba los ojos del cuerpo de Annie, elucubrando las posibilidades que se le
abrían aquella tarde, y nada más salir Mary por la puerta, se abalanzó sobre
la sumisa.
Le arrancó de un tirón
el delantal que cubría su sexo, lo manoseó violentamente mientras metía su
lengua en la boca de Annie y la arrastró hasta el sofá. La volvió a besar en
la boca, le comió las tetitas, mordiéndolas con fuerza y manoseando rudamente
sus nalgas.
La puso de pie, dándole
la espalda, y esposó sus tobillos a sus muñecas, de manera que su cuerpo quedó
flexionado hacia delante; el sátiro se dedicó durante un buen rato a explorar
con sus dedos las maravillosas cavidades que se le ofrecían a la vista. Comenzó
metiendo un dedito en el coño, moviéndolo adentro y afuera, en círculos, pero
pronto fue con dos, tres, cuatro, hasta que le metió toda la mano. La sumisa
creyó que el tamaño de aquella mano terminaría por reventar su conejito. A
pesar de que su tía ya se lo había hecho dos veces, la mano de Paco era mucho
mayor, pero sus labios vaginales se estiraron al límite, y la fuerza con que el
hombre empujaba terminaron por alojar toda la mano dentro.
Annie lloraba de dolor y humillación, lo que hacía que el hombre
se excitara más todavía, y comenzó a mover los dedos dentro de la vagina de
la sumisa, levemente, pero que ella notó como si se movieran mucho. Sus piernas
flaquearon, sus rodillas se doblaron, y a punto estuvo de caer al suelo si su
torturador no la hubiera sostenido por la cintura con el brazo libre, empujando
más adentro su mano alojada en el coñito mientras le susurraba al oído que
llorara, que le encantaba oírla gimotear, y que si no lo hacía le haría lo
mismo, pero por el culo.
No le hacía falta a
la joven que le animaran a llorar, ya que sus ojos eran una reguero de dulces lágrimas
que Paco lamía ávidamente, mientras empujaba más y más, sosteniéndola y
magreando sus tetitas con furor.
Cuando sacó la mano
por fin, Annie cayó de rodillas al suelo, y su agresor pasó la mano llena de
fluidos vaginales por su cara, obligándola a lamerla hasta dejarla sin rastro
de sus efluvios, y acto seguido, teniendo a la sumisa arrodillada, le acercó su
terriblemente dura polla a los labios. La sumisa creyó que iba a ser obligada a
lamérsela, entreabriendo sus labios, pero Paco cogió su polla por la base y
golpeó repetidas veces las mejillas de Annie con ella, fustigándola con aquel
látigo improvisado. En el colmo de su éxtasis, Paco agarró la cabeza de Annie
por las orejas, apoyó la punta de su polla en el ojo de izquierdo de la chica y
comenzó a presionar, como si follara su ojo, como si quisiera vaciar la cuenca
del mismo y penetrar en su cerebro con la polla. Claro, de ambos ojos comenzó a
manar un auténtico río de lágrimas.
En ese momento, Paco
tiró de bruces a Annie al suelo, se colocó sobre ella y la violó analmente
por espacio de una hora, deshaciendo su ano, rasgando sus paredes, haciéndola
sangrar, pero ante esta visión deplorable, aumentó sus embestidas, corriéndose
con un rictus de placer que le llevaron a clavar sus uñas en las nalgas que
poseía.
Cuando se salió de ella, se repatingó en el sofá,
rendido, pero una vez más llamó a la sumisa, que se acercó reptando hasta su
dueño; sin ningún miramiento, la agarró por el pelo, la alzó hasta su polla
y le obligó a lamerla despacito, suavemente, mientras conectaba la televisión.
Llevaba ya más de una hora lamiendo, con la mandíbula desencajada, la boca
seca, los labios adormecidos, cuando llegó su tía, que se contentó al ver las
buenas relaciones que llevaban su amante y su sumisa. Se sentó al lado de Paco
y lo besó, mientras éste agarraba a Annie de nuevo por el pelo y la colocaba
entre las piernas de Mary. La tía se levantó la falda, se apartó la tela de
sus bragas y recibió la acaricia bucal de su sobrina.
Finalmente Paco había convencido a Mary para que se fuera a vivir
con él, y por consiguiente, su sobrina también se iría con ellos; de todos
modos habían decidido no vender la casa de Mary, ya que podía servir para
ciertos fines lucrativos que más adelante pondrían en práctica.
Cuando llegaron a la
casa de Paco comprobaron las dos mujeres que se trataba de una mansión en toda
regla, una casa muy grande, con un cuidado jardín, al que venía tres veces por
semana un reputado jardinero. Junto a éste, una mujer servía de cocinera a la
familia. Se trataba de Reme, una mujer de unos cincuenta años, bastante obesa,
que siempre llevaba puesto un delantal y una cofia y que servía a menudo de
parte en los “juegos” de la familia; y Bastián, el mayordomo y secretario
personal de Paco, personaje sombrío, que pasaba de los cincuenta con creces, y
era delgado, con la cara muy flaca y llena de agujeros producto de un acné
juvenil acusado.
Al llegar a la casa
Paco presentó a todo su servicio a las mujeres; presentó a Mary como la nueva
señora de la casa y a Annie como un refuerzo en el servicio, lo que acogieron
con una sonrisa en la cara. Cuando en estas presentaciones se encontraban,
apareció Claudia, la hija de Paco. Era una joven muy bella, de apariencia frágil,
con una larga melena morena que le cubría la espalda, no pasaría en mucho de
los 18 años, aunque parecía aún menor, y Annie sintió un escalofrío cuando
la vio, ya que presentía que su estancia en aquella casa sería ardua y
sufrida.
Mary se quedó con su
amante en el salón, charlando, mientras Bastián acompañaba a Annie a su
habitación; al llegar, la sumisa contempló un cuarto pelado, sombrío, pequeño
y muy muy frío, en el cual había un camastro de mala muerte, eso sí, con dos
magníficos cabezales tanto en los pies como en la cabecera de la cama, un sofá
viejo pero en perfecto estado y una percha de donde colgaba el atuendo habitual
para ella: un collar de perro de cuero, con una correa atada a él y una cinta
que le comunicaron que era para recogerse el pelo. Esos iban a
ser todos sus efectos personales en la casa, por lo que el mayordomo le
instó a desnudarse para que se pudiera llevar la ropa a quemar, puesto que no
le haría falta nuca más.
Annie, endurecida por
todo lo que había vivido hasta el momento, no tuvo ningún pudor en deshacerse
de la ropa, pero en cuanto lo hubo hecho, Bastián la asió por detrás,
sujetando sus brazos con una mano y manoseando sus tetas con al otra. Le advirtió
que no gritara si no quería empeorar su estancia en la mansión, por lo que
Annie se dejó hacer. La arrodilló en el suelo, se sacó su verga y se la puso
en los labios. Era una polla grande, muy grande, tanto en su longitud como en su
grosor, y la sumisa fue obligada a tragársela entera. Era tan grande que no le
entraba toda en la boca, a pesar de lo cual su captor intentó introducirla
toda; Annie tuvo que hacer esfuerzos supinos para poder albergarla toda sin
atragantarse, sin ahogarse. Bastián sabía que no podía penetrarla, ya que la
envergadura de su polla delataría el hecho, y su amo se pondría furioso, así
que se contentó con recibir las caricias bucales de aquella boca de terciopelo.
De esta guisa estuvo
un buen rato, hasta que las primeras oleadas de placer incontenible llegaron a
la punta de su capullo; apretó más la cabeza de la joven contra su regazo
cuando las primeras gotas de su semen regaban la garganta de su presa, y le
derramó toda su simiente en las entrañas. Annie a punto estuvo de dar rienda
suelta a las consecuencias de sus arcadas, pero mantuvo la compostura y se tragó
todo lo que aquella polla quiso regalarle.
Cuando la abandonó en el cuarto, Annie se tumbó en aquella dura
cama y lloró, lloró por su suerte y por las cosas que aún no sabía pero que
aprendería en el transcurso de los siguientes días. Pasaron horas y nadie se
había acordado de ella, pero aquella soledad la reconfortaba y no quería que
nadie fuese a buscarla. Debía ser tarde ya cuando oyó como la puerta de su
cuarto-celda, cerrada con llave, se abría.
Apareció Reme, la cocinera, con una bandeja con comida para que
Annie no perdiera sus fuerzas; en cuanto entró, cerró la puerta de nuevo con
llave y se dirigió hacia la cama. Miró a la joven, divertida, y sin mediar
palabra se subió a la cama y se sentó sobre el estómago de la sumisa; se
remangó la falda y Annie notó cómo debajo de las mismas no llevaba bragas ni
nada, así que sintió su húmedo coño sobre su ombligo.
Reme colocó la bandeja sobre sus piernas, le instó a abrir su
boca y con los mismos dedos cogió una parte de lo que en el plato había, que
no podía asegurarse lo que era, y le metió el alimento en la boca
directamente, así una y otra vez, hasta que se terminó el plato. Luego se hizo
lamer los dedos hasta que éstos estaban limpios del todo. La humedad del coño
iba en aumento, y Annie sabía que aquello no terminaría allí. Reme retiró la
bandeja, y observó las tetas que se hallaban entre sus piernas. Posó sus manos
en ellas y estuvo acariciándolas, estirándolas, amasándolas y pellizcándolas
un buen rato, a medida que la temperatura de su sexo aumentaba; las estuvo
torturando de esta guisa hasta que su placer la hizo cambiar de posición,
momento en el que su cuerpo avanzó por el cuerpo de la esclava y se situó
sobre su cara.
El coño de Reme envolvió por completo la cara de Annie; sus
labios vaginales eran gigantescos, su pubis mostraba una protuberancia tan
grande como un puño, sus muslos eran como dos enormes masas de gelatina, y la
sofocación de la sumisa aumentó por momentos, mientras su captora se
restregaba de manera ostentosa. Era mucho el peso que la sumisa tenía que
soportar, y sentía su cabeza a punto de estallar. La cara de Annie estaba
cubierta por los fluidos que emanaban de aquel coño. Apretando sus muslos,
aplastando literalmente la cara de Annie, Reme se corrió profusamente, hasta
quedar totalmente lasa.
Abandonó ésta
también a la sumisa en la cama, no sin antes rociarla con un cubo de agua para
lavarle la cara; el colchón quedó mojado, aterido, frío, en el cual la noche
se haría insoportable, pero una vez más Annie agradeció estar a solas.
Annie
XI,XII
Por la mañana siguiente Annie se despertó a una hora indefinida
para ella, pues hacía tiempo que perdió toda noción del tiempo; pronto
vinieron a buscarla, y al abrirse la puerta apareció Bastián.
Comenzó a soltarla de la cama, pero no tenía reparos en manosear
sus senos y su entrepierna mientras la soltaba con parsimonia. Cuando estuvo
liberada, Annie se levantó y cubrió púdicamente sus atributos.
Bastián la ordenó seguirle. Al llegar al salón se encontró allí
a su tía y Paco desayunando tranquilamente; al verla allí le Mary le dijo a
Bastián que hasta que no consiguieran la total sumisión de la perra debía
estar atada permanentemente. Annie se preguntó si no era totalmente sumisa,
pero se dejó amarrar los brazos detrás. Sus dueños siguieron desayunando
tranquilamente; al terminar Paco quería un postre especial, y Mary le entendió
muy bien.
La tendieron boca arriba, en el suelo, y tenía los brazos atados a
la espalda por las muñecas, de manera que cuando su tía se sentó sobre su estómago,
sus antebrazos, cruzados uno sobre el otro, se apretaron uno contra el otro,
produciéndole un dolor intenso, pero del que no podía escapar. Mary apretó
sus muslos contra los costados de su sobrina, de modo que sus pechos se
juntaron, se oprimieron, y así la mujer pudo manejarlos a su antojo.
Paco se colocó detrás de la cabeza de Annie, atrapándola entre
sus muslos también; la joven sumisa no podía mover la cara a ninguno de los
dos lados, y sobre los ojos el hombre colocó sus testículos, a modo de gafas.
Paco comenzó a masturbar su polla, y ordenó a la yacente que sacara la lengua
y excitara la cabeza del capullo mientras se masturbaba.
Entonces apareció Claudia, con paso lento, ataviada con una ligerísima
bata de seda semitransparente que le llegaba hasta los pies; esta niña de 18 años
era una hija que Paco había tenido con una mujer cuando era joven, y siempre le
había dado todos los caprichos. Tanto Mary como Paco se quedaron absortos
mirando la belleza de la chavala. Sus dos pechos eran perfectos, eran como dos cúpulas
talladas a mano, su vientre liso era la antesala de un pubis casi mágico, con
el vello perfectamente recortado, con sus labios carnosos y abultados casi
ocultos por sus muslos rollizos. Llegó hasta los dos amantes y se interpuso
entre ambos sin decir una sola palabra; quedó frente a su padrastro, dando la
espalda a Mary, quien se delitó con la visión del espectacular culo de
Claudia. Con una mano en cada cabeza, atrajo los dos rostros hacia ella, besando
Paco su pubis inmaculado y Mary su maravilloso culo.
La joven se hizo besar mientras tomaba un zumo de naranja, mientras
su coño comenzaba rezumar calditos. Después se dio la vuelta, se agachó sobre
la cara de Annie y pegó su coño a su boca; Paco la agarró por sus caderas y
dirigió su polla hacia el culo rosado de su hija, ensartándola, mientras la
boca de Claudia buscaba ávida los grandes pezones de Mary y con sus uñas arañaba
y retorcía las tetas de la sumisa. No duró mucho y Paco, con un rictus de éxtasis
anunció que se corría; Claudia le dijo que la quería toda en la boca de Annie,
apartándose de su boca. Paco se salió del culo de su hija, la metió en boca
de la sumisa hasta la garganta y se derramó. La niña se levantó, le dijo a
Annie que no soltara su premio y la ordenó seguirla; antes de irse le dijo a su
padre que la quería para ella.
La vida de Annie cambió mucho desde
entonces; pasó a servir a Claudia y sólo a ella podía obedecer. Ni su tía
Mary ni Paco, ni ningún miembro de aquella casa obligaría a la sumisa a hacer
nada que no ordenase Claudia.
Al llegar al cuarto de su nueva dueña
pudo constatar que por primera vez en mucho tiempo iba a poder gozar de las
comodidades de una habitación arreglada. Claudia le mostró la habitación, le
enseñó la cama donde ella iba a dormir; la verdad es que no era una gran cama,
pero lo suficientemente cómoda como para que Annie se sintiese a gusto. El
lavabo era normalito, pero Claudia le dijo que no usara el retrete, que se
limitara a hacer sus necesidades en la calle, y es que la habitación de Claudia
tenía una amplia terraza donde se había instalado un retrete destinado a las
sumisas.
Annie, a pesar de todo se encontraba
feliz. Los días pasaron muy rápido para Annie, pues en Claudia encontró todo
el cariño y comprensión que nunca obtuvo de su tía; sabía que tenía que ser
sumisa, porque era lo único que sabía ser, pero Claudia la trataba como una
trabajadora, casi como una amiga. Todos los días, cuando se levantaba por la mañana,
Annie debía despertar a su ama con unas caricias en los pechos y luego bajar a
su sexo para lamerlo hasta que se despertaba. Así el despertar de Claudia era
inmensamente afortunado, acariciaba el pelo de la sumisa y luego se iban juntas
a la ducha para asearse.
Annie lavaba todo su cuerpo, a
conciencia, mientras Claudia se dejaba hacer, luego la peinaba, la vestía y le
preparaba el desayuno, antes de irse a sus clases. Cuando Claudia ya se había
marchado reanudaba sus tareas limpiando y ordenando el cuarto de su dueña; era
muy feliz con esas tareas, y las hacía a la perfección. Cuidaba su ropa,
limpiaba sus zapatos, y cuando terminaba se dedicaba a estudiar algo que luego
pudiese explicar a su dueña. Al mediodía regresaba Claudia, y ella le
preparaba la comida, le servía la mesa y luego se retiraban ambas al cuarto.
Todas las tardes el mismo ritual; Annie se arrodillaba en la cama, entre las
piernas de su dueña y se pasaba cerca de una hora lamiéndole el sexo.
Annie nunca se cansaba de hacerlo,
le gustaba mucho y sabía que Claudia valoraba esa entrega. Pero no todo era
tierno; para que nunca olvidara a quien pertenecía, por espacio de media hora,
tras la lamida, era azotada con una zapatilla en el culo, no muy fuerte, lo
suficiente para que recordara que era sumisa, y luego besaba tiernamente la mano
que le había azotado.
Claudia se dedicaba a estudiar después,
mientras Annie se ponía a sus pies, lamiéndolos, o le explicaba alguna de las
cosas que ella misma había estudiado, o lamía su culo, estando Claudia sentada
sobre su cara.
Por las noches, antes de dormir, Annie arropaba a su ama, y por una sola
vez en el día Claudia permitía a su sumisa besarla en la boca. Era un beso
apasionado, tierno, un beso que recargaba el deshecho corazón de Annie, y hacía
que amara más y más a su dueña. Ya casi no recordaba las jornadas pasadas con
su tía, solo el amor que profesaba por esa chica lo llenaba todo, y es que era
la primera vez que Annie amaba.
Annie XIII y
XIV
posición el gran culo rebotaba una y
otra vez, se restregaba y aplastaba en cada acción más y más la cara de Annie.
Pasadas dos horas más o menos en aquella posición Reme la dejaba marchar, no
sin antes advertirle que no debía sacarse los vegetales de sus agujeros hasta
poco antes de llegar Claudia, momento en el que se acercaría a la cocina y ella
misma los sacaría. Entonces Annie corría a hacer las cosas para Claudia, para
que su Amita no sospechara nada.
Momentos antes de la hora de la llegada de Claudia, Annie corría a la cocina y
se sentaba en una silla por orden de Reme. Allí sentada se clavaba
dolorosamente los vegetales, pero aún Reme ponía algo de su parte al sentarse
sobre el regazo de la sumisa. Entonces tanto el pepino como la zanahoria
penetraban hasta el límite de los agujeros, haciendo que la muchacha llorara de
dolor, pero Reme le volvía a poner las tetas en la cara y las restregaba para
limpiar sus lágrimas. Luego la levantaba, la agachaba y le sacaba los dos
objetos de un solo tirón.
Alguna vez había sorprendido Claudia a Annie en la cocina, pero ésta le
contaba que estaba supervisando la comida que su Amita comería.
¿Hasta cuando podría aguantar Annie esa
situación?
Annie XV y XVI
Annie XVII y XVIII
Las horas de espera se hicieron eternas; Claudia y Annie, agotadas, se
entregaron las una a la otra, pero esta vez no fue un éxtasis de placer sexual,
sino de carácter espiritual. Se besaron con ternura, acariciaron sus cuerpos,
se tendieron sobre un suave lecho juntas y obtuvieron un placer inusitado; sus
manos recorrieron las suaves pieles a pesar de haber sufrido abusos, besaron sus
ojos, se entregaron al amor mediante el calor que emanaban sus carnes. El fin
estaba cercano, les faltaba salvar un último escollo, quizá el más duro, pero
se conjuraron para superarlo juntas. Hicieron planes de futuro, pero Annie
reafirmó su carácter sumiso, ahora mucho más patente al haber conocido a una
persona a la que amaba.
En ese trasfondo placentero y tranquilo de repente oyeron el motor de un coche
que paraba en la entrada de la casa; Paco y Mary habían regresado, las dos
muchachas dieron un respingo y volaron veloces a la parte de debajo de la casa.
La puerta principal se abrió y aparecieron los dos, sonrientes y cargados de
paquetes; llamaron a sus criados, pero nadie respondió, por lo que Paco,
dejando los paquetes en el suelo, penetró en la casa. Annie y Claudia estaban
con Reme y Bastián en el cuarto verde; las muchachas trataban de que uno de sus
dos cautivos emitiera gemidos para llamar la atención de Paco o Mary, para que
se vinieran hacia aquel cuarto, pero ambos se negaban a hacerlo. Estaban los dos
malos en el suelo atados y amordazados, pero las muchachas trataban de que
emitieran gruñidos. Como no lo hacían, tuvieron que obligarlos a ello, pero
tenían que hacerlo sin ruido, solo tenía que salir el gemido por boca de
alguno de aquellos desdichados.
Annie se puso tras Bastián, y cogiendo sus genitales con una mano, los fue
apretando hasta hacer saltar las lágrimas al mayordomo, pero no soltó ni un
solo sonido. Claudia en cambio colocó a Reme boca abajo, colocó sus enormes
pechos por el lado del atado cuerpo y colocó los tacones de sus zapatos sobre
los gruesos pezones; apretó, dejó caer su peso hasta que por fin Reme gimió
de dolor. El cebo estaba preparado.
Cuando Paco entró en la habitación y se quedó sorprendido al ver a sus
criados desnudos en el suelo y atados, Annie aprovechó la ocasión para
descargar un golpe seco y duro con la plancha en la cabeza del hombre, que cayó
desplomado al suelo. Mary tardó en reaccionar, el tiempo justo para que las
muchachas salieran de detrás de la puerta y se abalanzaran contra la mujer.
Pero ésta las esquivó y echó a correr en dirección a al puerta de la
entrada; a pesar de ser mayor, logró alcanzar el picaporte, pero cuando
empezaba a girarlo se le abalanzaron y la derribaron.
Forcejearon, rodaron por el suelo, pero un mal golpe dejó a Claudia fuera de
combate, y la lucha se centró entre la tía y la sobrina; Annie quedó bajo el
cuerpo de Mary en el último giro, lo que dio ventaja a su tía para
inmovilizarla. Los brazos de la sumisa quedaron atrapados bajo su propio cuerpo
y Mary se instaló, sentada, sobre su pecho. Jadeando, sudando las dos, se
tomaron un instante de respiro, se miraron a los ojos, desafiantes, y Mary
comenzó a increpar a su sobrina sobre su comportamiento; cubrió su rostro de
bofetadas, duras y concisas, haciendo saltar las lágrimas de los bellos ojos de
la chica.
Su tía le dijo que dadas las circunstancias no podía dejarla viva, que lo sentía
mucho, por lo buena esclava que había sido, pero que no podía ser; cogiendo
los brazos de Annie con sus muslos y manos, Mary fue adelantando su cuerpo hasta
quedar sentada sobre la cara de su sobrina. Pegó bien su entrepierna
sobre la faz, apretando la nariz con su monte de venus y tapando su boca con sus
nalgas; desplomó todo su peso hasta que comprobó que Annie no podía respirar,
y se quedó mirando cómo la sumisa iba poniéndose azul.
Aquello excitaba a Mary, por lo que se sexo comenzó a rezumar caldos que
empaparon la cara de la chica.
A Annie le pasó toda su vida por la mente, y su último recuerdo fue para quien
a tanto había amado, Claudia; su vista se nubló, y cerró los ojos.
Annie Capitulo Final
Claudia volvió en sí, abrió poco a poco los ojos, sacudió su cabeza y tardó
unos instantes en encontrarse en situación; cuando pudo enfocar la imagen, pudo
contemplar la figura de Mary sentada sobre su amada Annie, restregándose como
una perra en su cara. La sumisa movía las piernas muy poco ya, hasta que se
desplomaron; Mary estaba de espaldas a ella, así que Claudia se levantó, sin
prisa pero sin pausa, para no hacer ruido. Annie ya estaba inerte, con sus
brazos abandonados en su costado, mientras su tía se acariciaba los pezones con
los mismos dedos con los que antes sostenía esos brazos y seguía la cabalgada
sobre la faz de la sumisa.Claudia no esperó más y se lanzó sobre su enemiga,
derribándola al suelo, con la suerte de que Mary se golpeó en la cabeza con
una de las patas de la mesa y quedó inmóvil; la chavala corrió al lado de
Annie, se arrodilló al lado de ella y la zarandeó.
Nunca lo había hecho, alguna vez se lo habían explicado en el colegio, pero
colocó sus labios sobre los de Annie, insuflando aire a los pulmones vacíos.
La cara de Annie estaba pringada de los jugos del sexo de Mary, sus ojos estaban
cerrados, su pecho no subía ni bajaba; Claudia insufló una, dos, tres veces,
siguió con la operación, presionando su tórax, cinco veces por insuflación,
Annie no reaccionaba, pero a la quinta tentativa el cuerpo de Annie se
convulsionó, tosió y por fin abrió los ojos, esos maravillosos ojos que se
abrieron como platos, y Claudia lloró de felicidad.
Permanecieron abrazadas mucho rato, con la cabeza de Annie en el pecho de
Claudia, tratando de normalizar su respiración; era como si Claudia pusiese sus
pulmones al servicio de su amiga al colocar su cabecita tan cerca de ellos. Pero
tampoco había mucho tiempo que perder, puesto que tenían a sus dos enemigos en
el suelo. Se levantaron, Claudia comprobó que su amiga se encontraba bien, y se
dirigieron en primer término al cuarto verde, donde Paco seguía inconsciente.
Lo desnudaron y lo ataron con firmeza, sin escatimar en nudos. Trajeron
arrastrando a Mary y repitieron la operación.
Contemplaron a los cuatro cautivos atados y desnudos, dos conscientes y dos no,
y se sintieron satisfechas con el cuadro; pero pensaron en modificarlo, ya que
estaban, a la vez que satisfechas, excitadas por su trabajo. Pusieron a los
hombres por un lado y a las mujeres por otro; Mary tumbada en el suelo boca
arriba, y deslizaron a Reme sobre ella, boca abajo, formando un sesenta y nueve
con los dos cuerpos; los sexos de cada una quedaban sobre la boca de la otra, y
de esa manera las ataron mas fuerte, apretando las cuerdas, de manera que no
tuvieran forma de separar las bocas de los sexos. Repitieron la operación con
los dos hombres, colocando a Paco abajo,. Tuvieron que forzar la boca de Paco,
pues no quería abrirla, pero con dos cucharas lo consiguieron, y así los penes
quedaron alojados en las bocas. Quedaban muy monos.Las chicas se sentaron sobre
las espaldas de los que estaban encima y descansaron un poco, la primera parte
del plan estaba consumado.
Dos días después volvieron al cuarto verde, tras un breve viaje al mar, para
recuperarse; los cuatro malvados estaban tal cual los dejaron, derrotados, con
sus bocas llenas de orina, pues no habían podido reprimir esas necesidades
corporales. Ya habían decidido qué hacer con ellos, así que se pusieron manos
a la obra.
Primero liberaron a Bastián; no necesitaban un mayordomo, con lo cual iba a ser
el peor parado; lo llevaron al baño de servicio, donde ya habían proyectado
las reformas necesarias, y alojaron al hombre en un hueco en el suelo, a modo de
ataúd, atado como estaba, y arrojaron sobre él cemento fresco, dejando su
cabeza libre. Cuando volvieron horas después, con el cemento endurecido, el
hombre lloraba e imploraba por su liberación, pero a las chicas ya no les
quedaba piedad; fijaron por medio de más cemento su cabeza al hueco y colocaron
en su nariz un respiradero para que se mantuviese con vida y un embudo en su
boca. Luego echaron más cemento y el hombre desapareció para este mundo.
Encima de donde estaba la cabeza colocaron un retrete. Allí acabaría sus días.
Paco fue llevado al sótano y encerrado en una jaula colocada sobre un brasero
que permanecía siempre encendido; no se quemaría, no se cocería, pero aquello
le haría meditar sobre su vida; días más tarde, una vez sin fuerzas y su
cuerpo blandito por el calor, fue sometido a una operación que lo convirtió en
una damita; fue injertado con hormonas femeninas, implantado unos pechos
exagerados y depilado por completo. Su pene fue respetado, puesto que su labor
desde aquel día sería ser prostituído a colectivos gay. Años más tarde fue
vendido a un jeque árabe que se encaprichó con "ella".
Mary corrió distinta suerte; se convirtió en el juguete de las dos chicas,
permanentemente atada, ya fuere en la cama de Annie, colgada en la pared como un
cuadro, atada al retrete o como asiento, no salió nunca más de aquella
habitación. Su cara se convirtió en el cojín preferido de Annie, donde pasaba
largas horas sentada y nunca más volvió a tener un orgasmo.
En cuanto a Reme, la convencieron de que quedase como cocinera y ama de llaves,
sabiendo las chicas que era una mujer torpe y de débil personalidad; no
obstante unos grilletes en sus pies y su desnudez continua fueron suficiente
prueba de su estado de sumisión. No les causó problemas nunca.
En cuanto a la relación de Claudia y Annie fue como ellas misma, de mutuo
acuerdo, dispusieron: Claudia se dedicó a trabajar y mantener la casa, puesto
que el dinero que Paco había atesorado le dio para vivir las dos con desahogo,
pero además su título de abogado, con el cual se hizo famosa, le dio pingües
beneficios.
Y Annie siguió siendo la sumisa de Claudia, aunque nunca más fue humillada ni
torturada, para eso estaban los demás; se dedicaba a supervisar a Reme y a los
demás sumisos, atender personalmente a su Diosa, cuidando tanto su ropa como su
cuerpo, y vivió solo para gozar el placer de servirla. Fueron amantes y
vivieron muy felices, como dos buenas amigas y sin olvidar sus roles, pero desde
la perspectiva de la amistad y la ternura.
FIN