Azoteas

 por Lince

Estábamos borrachos. Muy borrachos podría decir.  La fiesta estaba en su punto álgido. Mi campo visual se reducía a un sillón con cinco personas pasándose un canuto y partiéndose el eje de risa, un globo azul que no paraba de dar botes por ahí, tres botellas de cava en una mesa, confeti, serpentinas y en el medio de la sala mi novio bailando solo.

Me encanta verle borracho; esto habría que puntualizarlo, claro. Evidentemente me encanta verle borracho en esas ocasiones memorables, en estas fiestecillas. Me gusta porque cuando se emborracha llega un momento en que me tengo que separar de él para  no reventar de risa. En estado abstemio también es una gozada estar con él, pero cuando nos emborrachamos siento que tengo conmigo al chico más divertido del mundo.
Pues allí estaba, bailando solo. Con una camisa blanca con dos botones sueltos y las mangas arremangadas hasta los codos, un pantalón de pinza negro y una copa de cava en la mano derecha, donde llevaba el anillo de oro blanco que nos confirmaba como pareja.

Llevábamos ya seis años juntos. Viéndonos todos los días, acariciándonos todos los días, haciendo el amor todos los días y, dios.... seguía deseándole como la primera vez.
Yo le estaba mirando fijamente desde el taburete en el que me había apostado después del último ataque de carcajadas. Una pareja se puso en el medio de los dos y se empezaron a besar. Yo los miraba fijamente y con la boca un poco abierta.
Me levanté y fui al servicio.

Al volver, Jorge seguía en medio del salón, con un collar de “las piraguas” en el cuello y bailando con una amiga; Fátima. Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro.

Fátima se alejó disimuladamente. Él se giró y me agarró de la cintura. Se aproximó para besarme.

Yo me aparté con delicadeza y me acerqué a su oído.

- Me estaba preguntando una cosa – le dije mientras mi mano izquierda recorría su camisa blanca y se introducía a jugar con la cadena de plata que colgaba de su cuello.

- Dime – me dijo él mientras jugueteaba con el lóbulo de mi oreja y me apretaba contra él.

- La verdad – le dije poniendo la voz más sensual que pude encontrar -, no entiendo como han ido a parar mis bragas a mi bolso...

Él se separó un segundo y me miró de arriba abajo con los ojos muy abiertos. Luego me atrajo hacía él apretándome las nalgas y haciéndome notar como había un bulto duro en su pantalón.

Me besó de una manera que despegué los pies de la tierra y por un momento la música cesó y perdí la conciencia de donde me encontraba. Tuve que cerrar los ojos y mi piel recogió la tarea del resto de los sentidos para transmitirme una vibración similar a la de un agudo de violín; que me recorrió todas las partes de mi cuerpo, todos mis órganos, neuronas, células, tejidos y huesos para después converger con toda la fuerza en un único punto: mi clítoris.

En ese momento se despegó de mí y me cogió de la mano. Yo le seguía, mirando lo bonito que le hacían el culo esos pantalones negros de pinza y mirándome a mí, con un vestido gris de una sola pieza, sin mangas y sin escote que me llegaba de los hombros hasta medio muslo. Él subía las escaleras y yo quería tocarle el culo. Me sorprendí sintiendo como se me estaba haciendo la boca agua solo con mirar ese culito.

Llegamos a la azotea. Gijón estaba soberbio en esa noche de agosto. Las sombras que nos proporcionaban las luces de las farolas, de ese color tan indeterminado, entre rojo y calabaza recortaban nuestros cuerpos y velaban nuestros gestos.

Le apoyé en la pared poniéndole las manos en el pecho y me acuclillé abriéndole la cremallera. Seguía resultándome sorprendente lo mucho que me gustaba darle placer oral. Me resultaba tan excitante como si me acariciara él a mí. Noté  como el alcohol hacía mella en su capacidad de respuesta y tenía una media erección, que debido al tamaño de su miembro, resultaba en comparación como una erección plena de otro mortal cualquiera.

Empecé a lamer la puntita, solo recorriéndola con mi lengua, en círculos. Abrí los labios y empecé a meterla en mi boca. Él echó la cabeza hacia atrás y suspiró profundamente. Le oí tragar saliva. A medida que yo aumentaba el ritmo él iba colocando sus manos más cerca de mi cabeza, con cuidado, con miedo, hasta que me la cogió y puso él el ritmo. Su orgasmo estaba cerca, muy cerca; susurraba, su respiración se agitaba, estaba apunto.

Me detuve y la saqué de mi boca. Él me miró perplejo y con un pelín de fastidio. Yo le miré le di un beso en los labios y le dije:

- No seas egoistaaaaaaa...

A continuación me puse de espaldas a él y coloqué sus manos en mis caderas. Empezó a subirme el vestido y yo me eché hacia delante para favorecer la penetración que estaba deseando.

El no se anduvo en bromas. Con un golpe seco la clavó hasta el fondo. Grité. Luego se me escapó una risita, pero tuve que gritar.

Empezó el vaivén. Él sabía perfectamente lo que a mi me gustaba, lo que yo quería y como lo quería.

Sabía como me gustaba que me apretara el pecho y que me cogiera de las caderas y del pelo, que me besara en la nuca y que susurrara lo mucho que le gustaba en mi oído.
Gracias al alcohol la cosa duró mucho tiempo y aunque pude correrme solo dos veces porque también a mi la carga etílica me afectó.

El caso es que fue fabuloso, como todas las veces que hago el amor con él, solo que esta era muy particular; no sé, cuando terminamos y me tenía apretadita contra él, fumando en esa azotea, con Gijón a mis pies... no sé. Fue algo mágico.

Los gatos seguían vagando por los tejados y el mar estaba en calma, pero fue algo mágico.